domingo, 9 de septiembre de 2007

Historias para no dormir II

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De pie junto a la pantalla de vídeo llamadas, su cuerpo oscilaba de una pierna a otra, al igual que oscilaba su furia. Mientras devoraba un cigarrillo nerviosamente.

-¿Qué te ha dicho el médico?
-Tranquilo, no le pasa nada, son solo tres grapas -contestó Maite con un significativo gesto: entornó los ojos hacia arriba y lo acompañó con un resoplido.

Durante unos instantes observó detenidamente a la mujer que aparecía ante si, intentando detectar un atisbo de mentira. Notó en ella que los años no la olvidaban a pesar de encontrarse en muy buena forma. Unos kilos aquí, unas arrugas allá, y la vida desdibujaba tus memorias de un modo lento, imperceptible pero alarmantemente implacable. Ley de vida. En el cuadrante derecho inferior de la pantalla le devolvió la mirada su propia imagen. También a él le habían hecho mella los años. Las mentiras y las preocupaciones surcaban su rostro como un mapa geográfico. Casi podía relaccionar cada una de sus arrugas con un momento crucial de su vida como si de un atlas sentimental se tratara. "La segunda pata de gallo contando desde arriba corresponde a mi divorcio y limita al norte con el dictamen del juez que me arrebató la custodia de Garazi y al sur con las múltiples infidelidades, fronterizas con el caos mundial."

-Vuelve a contármelo desde el principio -dijo Jon haciendo caso omiso a los
repetidos resoplidos de su exmujer-. O mejor aún, contestamé a esta simple pregunta:
¿Dónde cojones estabas cuando ocurrió? -atacó señalando a la pantalla y entrecerrando
los ojos con suspicacia.
-¡No me hables de ese modo! ¡No te lo consiento! -Maite se levantó del sofá turquesa que ocupaba enrojecida por la ira-. Si dejas de chillarme hablaremos como personas civilizadas. Si no eres capaz de hacerlo, me basta con tocar este botoncito y acabar con esta estúpida conversación -se sentó de nuevo en el sofá y deslizó la mano hacia la tecla roja de "colgar" desafiante. Esperaba una respuesta.

Hubo un largo silencio entre los dos. En un intento de recuperar la compostura, Jon también se sentó, se pasó la mano por la frente y atusó su cano pelo hacia atrás. Maite tenía razón. La experiencia de diez años de noviazgo y otros tantos de tormentoso matrimonio le aconsejaban que con ella esos comportamientos no servían de nada. Armándose de paciencia reanudó la conversación.

-Está bien...-dijo con voz grave-. perdona -suspiró profundamente y se inclinó hacia la mesita que tenía a su derecha como si estuviese buscando algo. Levantó una revista y apartó una antiestética lamparilla de color rojo sin resultados-. Espera un segundo, voy a buscar un cenicero.
Maite le vio desaparecer de su pantalla con la mano debajo del pitillo para evitar verter una columna de ceniza por el suelo. Escuchó unos rápidos pasos que se alejaban y segundos después otros más pausados que entraban de nuevo a escena.

-Ya estoy aquí, ¿por dónde íbamos? -hizo un rápido listado mental de todo lo que no podía utilizar y se arriesgó con una ironía-. ¿Podría decirme usted dónde se encontraba el día de autos?
-Jon...-advirtió su exesposa mostrando la palma de sus manos.
-Soy todo oídos -y entrecruzó los dedos sobre las piernas.

Los tiras y aflojas continuaron hasta descubrir que Maite estubo de compras y dejó a la hija de ambos a cargo de su actual novio Ismael, un afamado arquitecto madrileño que despachaba proyectos entre vodka y vodka. Maite insistía en hacerle ver una bonita historia en la que Ismael jugaba al escondite paternalmente con Garazi y ésta tropezó accidentalmente abriéndose la cabeza con alguno de los muebles que abarrotan aquella casa. Sin creer ni una sola palabra se imaginaba a Ismael dormido en ese mismo sofá turquesa sujetando todavía con su mano regordeta un vaso vacío a punto de estrellarse contra el suelo, totalmente ajeno a las necesidades de una indefensa niña de ocho años. Pactaron una llamada de su hija en cuanto despertase de la siesta y la pantalla de vídeo llamadas se volvió negra.

Mientras embutía en pan de pita una precocinada hamburguesa de pollo y la disfrazaba con abundante mayonesa y kechup, su mente divagaba. Como con aquellos viejos vídeos del finales del siglo pasado, Jon rebobinaba desde la conversación que acaba de sostener hasta los días felices en los que era él quien jugaba al escondite con su hija. Tenía que mantener los pies en la tierra. Tenía que aferrarse al presente. Tenía que vivir en el 2030.





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