domingo, 25 de mayo de 2008

La muerte de: "El cliente siempre tiene la razón"

Hoy me desperté aún recordando que había sido víctima de los famosos “vuelos de bajo costo”. En mis pensamientos, el rostro imaginario de Josep, jefe de departamento de http://www.terminala.com/, borraba toda huella de mis reclamaciones desesperadas…

A mí siempre me ha gustado preparar mis viajes con antelación. Entre Noviembre y Diciembre arreglo mis vacaciones de Semana santa, y en Abril mis escapadas veraniegas. Es el único modo de conocer lugares de una forma medianamente económica.
Pues bien. Este año, navegando entre agencias y vuelos de bajo coste, erré calamitosamente mi reserva, haciéndola un día antes de nuestras vacaciones. Envié un correo electrónico a los amigos que nos acompañaban con los horarios de vuelos y ellos me advirtieron del error. Comienza el “culebrón”.
Llamé a la susodicha compañía para hacer el cambio y, tal y como suponía, un “amable” señor me informó de la penalización por cambiar la fecha de nuestros billetes. Se trataban de 50€ por persona. Lo deliberé con mi marido y llegamos a la conclusión de que a falta de un seguro de cancelación o modificación, debíamos asumir el gasto de los cuatro billetes, ya que la culpa había sido nuestra. De modo que volví a llamar a Terminala, aceptando la penalización y variando (sin ningún problema mientras haya dinero de por medio) nuestra fecha de salida del 12 de Abril por la del día 13. Corría el mes de Noviembre.
Cinco meses más tarde, ya en Abril, y dos días antes de las ansiadas vacaciones, decidí llamar para verificar mi vuelo. Para ser sincera es una práctica que suelen recomendar y que yo nunca hago, pero este era un caso especial con modificaciones circunscritas y quería asegurarme de que estaba todo correcto. Esta vez una “simpática” señorita me señaló que en mi reserva no aparecía ninguna modificación ni anotación alguna de que yo hubiera llamado y que mi vuelo salía el día 12. Atónita reproché un: –no puede ser, no pueden hacerme esto- sin mucho resultados. Aquella señorita sin nombre expuso que para hacer modificaciones tenía que enviar un correo electrónico (primero me dijo una dirección y después otra diferente), y que sin ese correo no les estaba permitido hacerlas. Práctica de la que yo no estaba enterada gracias a mi primer interlocutor, el cual me aseguró que el cambio ya estaba realizado sin correos ni correas. Mientras escribía el dichoso mail con el cambio deseado, y aún adosada al teléfono, me dio un vuelco al corazón al escuchar que, como es de suponer, lo aviones para un Jueves santo estaban repletos. Insistiendo, me aseguró que quizá encontrase algo y que llamase mañana. Hecha un manojo de nervios, no llamé al día siguiente, si no al de diez minutos pidiendo una solución y otra señorita diferente me explicó que sí había vuelos, pero que la encargada de los cambios solo acudía a la oficina por las mañanas.
A partir de aquí se sucedieron numerosas llamadas, cada una con explicaciones y amabilidades diferentes, pero todas ellas ausentes de soluciones. En una de ellas, mi protagonista, un Josep comprensivo, que incluso notó mi voz afectada, se prestó a llamarme a primera hora del día siguiente y a solucionar aquel entuerto.
A primera hora quien tuvo que llamar fui yo y después de otra decena de excusas, la única solución que me ofrecían era Business Class por un módico precio de 960€ más. Ante mis quejas me aseguró que todos los empleados sabían cual era su trabajo y que lo único que cabía pensar es que yo jamás había realizado aquella llamada.
No pude evitar pensar que maliciosamente alargaron mi angustia para que acatase aquello que tenían intención de ofrecerme desde un principio. Rabiosa imaginé al mencionado Josep dando órdenes: -Si vuelve a llamar, dadle largas hasta última hora. Cuando hablé con ella ayer casi estaba llorando. Estará desesperada y pagará cualquier precio. Además, no querrá perder también el dinero del hotel.

Puedo asegurar que tanteé otras opciones, desde ir en tren (no quedaban plazas), buscar otra compañía (eran aún más caras), o contactar con la oficina del consumidor (no tenía nada que hacer a falta de pruebas), hasta se me pasó por la cabeza quedarme en tierra, idea desechada al instante, ya que no podía dejar sin vacaciones a mis amigos. Cuando desgraciadamente fui consciente de que no tenía alternativa, y pensando como único consuelo en los almuerzos de la Business Class, llamé de nuevo al número de teléfono que me sabía de memoria para constatar que, a pesar de manifestarles que me lo pensaría, la reserva ya estaba en curso, muy seguros de que entraría por el aro. Muy seguros de sí mismos.
A cuestas con mi disgusto, ya por la noche, revisé mi correo sin encontrar, el día anterior a nuestra salida, ningún mensaje esclarecedor con horarios y números de vuelo. Indagando por la red, me relajé un poco al comprobar que en el aeropuerto constaba nuestra reserva. Pero con los ojos desmesuradamente abiertos me acerqué a la pantalla del ordenador. Economy class. Lo ponía bien clarito.
La última sorpresa nos esperó en el aeropuerto. Maletas en ristre y a punto de facturar después de una larga cola, la azafata nos explicó que debíamos acercarnos al mostrador de Alitalia, compañía con la que viajábamos, para abonar la penalización. Una vez allí, recibimos un bofetón de 1.512€. Imaginad nuestras largas caras esperando en la cafetería del aeropuerto.
Terminala no sólo esperó a última hora para darme la gran noticia, si no que la realidad era mucho peor de lo que me habían dicho. Supongo que en el estado de nervios en el que me encontraba era difícil explicarme que iba a tomar el mismo vuelo que yo quería, es decir, en clase turista, pero pagando como si fuera en primera por hacerla la reserva a última hora.
Ahora, cuando veo mi cara plasmada en una amarga foto con la Torre Eiffel al fondo, lo único que viene a mi mente son los fatídicos números del incremento del billete, acompañados de la voz de mi “amigo” Josep, llamándome mentirosa educadamente.
Como último detalle, he de decir que nunca cancelaron el vuelo del día 12 de Abril. Las azafatas de Alitalia nos relataron que dijeron repetidamente nuestros nombres a través de megafonía, constando que no nos presentamos. Una prueba patente y perfecta para Terminala por la que tuvimos que tomar otro avión el día después y no por culpa de su incompetencia. Sospecho que cada compañía reduce gastos y abarata los vuelos a su manera. Iberia lo hizo quitando una aceituna de cada ensalada y de cada menú. Terminala tiene sus propias estratagemas.

Para estar más informada, encontré esto en una página: http://www.ciao.es/Terminala_com__Opinion_1023230 “La única forma de saber si una agencia de viajes a través de internet funciona bien o no es ver como reaccionan cuando cometen un error. Si todo sale bien dará igual que la agencia sea buena o mala, pero si algo va mal podremos saber si la compañía se responsabiliza de los errores que cometen y de los que nadie está exento.

Si aceptamos lo anterior, tengo que considerar a Terminal A como una compañía NEFASTA.”

O comentarios como este: http://barrapunto.com/comments.pl?sid=59385&cid=657625 “Precisamente un amigo mío ha estado en Madrid este puente con unos billetes de avión que compró en Terminal A (yo no la conocía de nada). Cuando llegó al aeropuerto para volverse le dijeron que nasti, que no le habían pagado la vuelta a Spanair o no se qué rollo. Se tuvieron que bajar a Málaga en autobús ... Cuando por fin consiguió contactar con ellos le dijeron que todo "se había debido a un error" ... ¡y ya está! En fin, le puede pasar a cualquiera ... Pero por ese motivo YO NO RECOMIENDO TERMINAL A.”

O este: http://barrapunto.com/comments.pl?sid=59385&cid=657624 “Puede que sea un efecto puntual, a veces sucede, pero he realizado una prueba y con la web de otra agencia de viajes he encontrado el mismo trayecto unos 260 € mas barato, y sin escalas. Aproximadamente un 30% más barato.”

En esta página encontrareis comentarios de otras personas: http://www.ciao.es/Opiniones/Terminala_com__403709

domingo, 11 de mayo de 2008

Las edades del viajero

Deambulo por internet, leo revistas de viajes, contrasto precios de vuelos y hoteles que aún no voy a hacer o a los que de momento no voy a ir. Durante estos meses es muy frecuente escuchar los ociosos planes de cara a los meses vacacionales y yo necesito escucharlos, es más, EXIJO escucharlos. Mientras veo el rubor colorado en la cara de mi marido, yo sigo libidinosamente ametrallando a preguntas a mi cuñada (por poner un ejemplo, es uno de tantos casos) sobre qué, cómo, cuándo y adonde. “No es un delito”, le digo a mi marido, solo quiero saber porque Monastir no es el único destino de Tunez, a pesar de que los touroperadores te lo encajen hasta la saciedad o que hay otras alternativas en mil y un países: Reino unido no es solo Londres, Italia no es solo Roma o Francia no es solo París.
Con seis años y con medianamente uso de razón, mis padres comenzaron, para mi y para mi dos hermanos, a ser nuestros guías personales alrededor de todo el mediterráneo hasta bien entrada la edad del pavo. Desde Denia, bordeando toda la costa, hasta San Lucar de Barrameda, cada año nuestro destino se encontraba en una provincia diferente. Mis hermanos y yo nos plantamos exigiendo un pueblo, ese pueblo que todo el mundo tiene y al que siempre va a veranear aunque sea unos pocos días desde tiempos inmemoriales. Nosotros también queríamos. Queríamos salir a las fiestas del pueblo de al lado, probar nuestro primer kalimotxo, quedarte hasta tarde y que nuestros padres vinieran a buscarnos. Queríamos desayunar esa rústica hogaza de pan que a la tarde ya está dura. Queríamos ir en bici a bañarnos al río con la cuadrilla de amigos (reminiscencias de tanto ver verano azul, supongo). Y queríamos secretamente encontrar nuestro primer amor de verano, o el segundo o el tercero, que se yo. El caso es que mis padres, con nuestros “queríamos” debajo de un brazo y un crédito debajo del otro, compraron una casa en Burgos; a una hora y media escasa de Euskadi; decidiendo que era una buena inversión y evitando así el desembolso anual que implica organizar unas vacaciones para cinco.
Después de doscientas fiestas de pueblos, cuatrocientos amores estivales y mil y una horas de sol en el río, llegó el riego sanguíneo a mi cabeza y me dí cuenta de cuan afortunados habíamos sido visitando todas aquellas ciudades, monumentos, playas, iglesias y parques y de que nuestra ingrata e ignorante adolescencia había pedido el cese de aquellas maravillosas vacaciones. Recuerdo que el verano de mi despertar y aprovechando que eramos suficientemente mayorcitos, mis padres iban a pasar unos días a Lisboa. Delicadamente y con mi mejor sonrisa comprometedora, les pregunte si podía ir con ellos. La respuesta fue no. Pero no un “no” malhumorado ni vengativo. Fue un “no” acompañado de las risas de ambos que lo decía todo. Aquel “no” me decía: ¿Ahora? No, cariño, ahora no. Ahora queremos hacer un viaje sin escuchar “¿queda mucho?” o “¡quiero un helado!”. No, cariño. Ahora no. Tengo que decir que aquella respuesta me pareció la mar de comprensible y en la que no cabía negociación. Ni siquiera hice objeciones.
Con el tiempo te das cuenta de las etapas que sufre la relación con tus padres. Pasan de ser los todopoderosos con quienes quieres estar a todas horas un tus primeros años, a los seres indeseables que te hacen la vida imposible y de los que te averguenzas terriblemente en tus épocas acnéicas, y con los que años después te tomas un vinito blanco en un bar tan agusto mientras charlas de cualquier cosa. Ahora soy yo la que estoy encantada de organizar viajes con ellos y de retomar aquellas vacaciones interrumpidas por nuestros egoístas deseos. Ahora soy yo la que sonrío cuando me piden que vayamos juntos Londres y ahora sé que sentían cuando me sonreían ante mi idea de ir a Lisboa con ellos: se sintieron halagados, al igual que yo.

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